LOS 17 CAMELLOS DE HABIB
LOS 17 CAMELLOS DE HABIB
© Jordi Sierra i Fabra 1999, 2001
(basado en un cuento popular árabe)
Cuando el viejo Habib sintió que la muerte se agazapaba junto a su cama,
la buscó, le tendió la mano y la miró a los ojos.
Sin miedo.
El viejo Habib había tenido una buena vida. Alá lo había colmado de
salud y dones, humildes pero importantes. Jamás pasó hambre, tuvo una
compañera perfecta, tres hijos trabajadores, y llegaba al final de sus
días con la satisfacción del deber cumplido. Aquello que Alá depositó en
su alma, le sería devuelto con creces.
Así pues, el viejo Habib se dispuso a morir.
En paz.
La última noche, con las escasas fuerzas que le quedaban para aquel
acto, el viejo Habib hizo llamar a sus tres hijos y cuando estos se
reunieron al pie de su jergón, los contempló orgulloso. Su mejor obra.
Su legado en la tierra. Aziz era el mayor, noble y templado, con fuste
de lider. Yaruk era el segundo, inteligente y mesurado, con cabeza para
el comercio. Mesei era el tercero, audaz y valiente, idóneo para la
aventura. Los tres se complementaban muy bien, y se querían aun teniendo
en cuenta las diferencias de sus caracteres.
Sí, el viejo Habib supo que no tenía más que respetar la ley.
Su mayor fortuna eran sus diecisiete camellos.
Y ese debía ser su legado para Aziz, Yaruk y Mesei.
Según la ley.
—Hijos míos —les dijo cubriéndoles con una mirada plácida—, es llegada
mi hora, y os pido tan sólo tres cosas en este momento singular: que no
lloréis mi muerte, pues voy a reunirme con Alá después de este mi
tránsito en la Tierra; que respetéis lo que ahora voy a deciros, pues es
mi testamento; y que busquéis en todo momento la flor de la felicidad
siendo lo que sois y siempre seréis: hermanos.
—Te lo prometemos, padre —convino Aziz solemne.
—Sabéis que no tengo demasiado, aunque muchos hombres en el pueblo aún
tienen mucho menos que yo. Mi fortuna se limita a los diecisiete
camellos que tenemos en el cercado. Esos camellos son vuestros ahora,
hijos míos, y deberéis repartíroslos de la manera siguiente…
Tosió, se atragantó, sus ojos se desvanecieron. Llegaron a temer que no
pudiera hacerles participe de sus últimas palabras. Sin embargo Habib se
recuperó y continuó hablando:
—La mitad de mis camellos, será para ti, Aziz, puesto que eres el mayor
y has estado siempre a mi lado sin marcharte de nuestro hogar. Eres mi
heredero natural y tienes ese derecho. Un tercio de los mismos, ha de
ser para ti, Yaruk, para que con ellos aspires a mejorar tu posición y
emprendas una vida nueva contando ya con algo. Por último, la novena
parte de esos camellos, será para ti, Mesei, puesto que al ser joven e
impetuoso, tienes más tiempo que tus hermanos para labrarte un porvenir.
Confío en haber acertado, y que sepáis hacer buen uso de mi legado. Es
cuanto tenía que deciros, ahora… ¡Alá me guarde!
Y el viejo Habib exhaló el último suspiro.
Aziz, Yaruk y Mesei lloraron consternados la muerte de su padre. Tres
días y tres noches duraron las exequias fúnebres y los ritos de rigor,
tras los cuales Habib descansó en compañía de su esposa, Azuma, la mujer
que le había hecho feliz en vida. En estos tres días no se habló de la
herencia. Nadie pensó en los diecisiete camellos que esperaban en el
cercado. Había cosas más importantes y menos egoístas que hacer.
Pero cuando regresaron del último acto, y los tres quedaron solos en la
casa de su padre, tuvieron que enfrentarse a la voluntad expresada por
su progenitor.
Repartir los diecisiete camellos.
—Veamos —dijo Aziz—. La mitad de diecisiete camellos, que es lo que me
toca a mi, son… —frunció el ceño al reparar en el detalle—: ¡Son ocho
camellos y medio!
—Entonces, en mi caso, un tercio de diecisiete camellos… —Yaruk también
se quedó estupefacto—. ¡Son cinco camellos y medio!
—Y para mi… —Mesei hizo el correspondiente cálculo—. ¡Mi herencia es aún
más extraña, pues la novena parte de diecisiete camellos es un poco
menos de dos camellos!
Los tres hermanos se miraron incrédulos.
—Nuestro padre debía delirar —dijo Aziz.
—La muerte ya estaba en él cuando habló, y propuso una distribución
imposible —afirmó Yaruk.
—Es evidente que se equivocó —convino Mesei.
—Sí, cierto, pero tiene sentido que el hijo mayor reciba más que el
segundo, y este más que el tercero —manifestó Aziz.
—Sin embargo, deberíamos ajustar las proporciones del reparto —calculó
Yaruk.
—Cierto, un camello de más o un camello de menos, arreglará el problema
y todos contentos —dijo Mesei.
Miraron los cálculos que habían hecho. Las cifras resultaban curiosas.
—Yo creo que es fácil —habló el primero Yaruk—. Tú, Aziz, me das el
medio camello que te sobra a ti, te quedas con ocho, y yo con ese medio
tendré seis.
—¿Por qué no me das tu el medio camello que te sobra, te quedas con
cinco, y yo tengo nueve? —protestó Aziz.
—Porque tú tienes más que yo.
—Soy el mayor, cierto, y por tanto…
—Esperad, esperad —los detuvo Mesei—. Si vosotros os repartís ese
camello, la suma es total es catorce, así que yo, en lugar de casi dos,
tendré tres camellos. ¡Me parece muy bien!
—Pero no es justo que tú, que eres el más joven, tengas tres camellos,
mientras que yo sólo poseeré seis —intervino Yaruk—. Además, esto no
sería respetar la voluntad de nuestro padre, puesto que yo te doblaría a
ti y Aziz sólo tendría un poco más que yo.
—Sin olvidar que no pienso darte mi medio camello —apuntó Aziz.
—El mejor reparto es que tú te quedes con dos camellos —Yaruk apuntó a
su hermano menor—, tú con ocho —apuntó a su hermano mayor—, y yo con siete.
—No, mejor di tú con seis y yo con nueve —lo corrigió Aziz.
—¿Y porque vosotros, que tenías ocho y medio y cinco y medio
respectivamente, ahora tenéis más, mientras que yo me quedo con mis dos?
—se enfadó Mesei.
Volvieron a mirarse entre sí.
Irritados.
—¡Está bien, está bien! —gritó Aziz—. Vamos a partir de cero otra vez.
—Sí, seguro que lo hemos hecho mal. Nuestro padre era listo y no nos
habría puesto en semejante brete —suspiró Yaruk.
—Será lo mejor, sí —se tranquilizó Mesei.
Volvieron a dividir los diecisiete camellos según la voluntad de Habib:
la mitad para el mayor, un tercio para el segundo, y una novena parte
para el pequeño.
El resultado continuó siendo el mismo.
Aquel día, y aquella noche, y al siguiente día, y a la siguiente noche.
Los tres hermanos no se ponían de acuerdo sobre el reparto de los
diecisiete camellos.
—¡Yo te compro uno tuyo!
—¿Con que dinero?
—¡Te lo pagaré cuando lo gane!
—¡No es justo que vosotros…!
—¡Es injusto que tú…!
—¡Ha de haber una fórmula!
Pero no la había. Ningún reparto satisfacía a los tres por igual, y
cualquier cambio, además, alteraba los designios del viejo Habib en
cuanto a las proporciones.
—¡Compartiremos un camello!
—¿Cómo se comparte un camello!
—¿Y mis casi dos camellos, qué?
Los gritos de los tres hermanos acabaron quebrando la paz del pueblo, y
en especial, la de otro anciano que vivía solitario y sin hijos en una
casita cercana a la del viejo Habib. Este hombre se llamaba Sufir y
tenía un camello.
Un solitario camello.
Sufir, a la mañana del tercer día, fue a ver a sus vecinos. Por un lado,
necesitaba paz. Pero por el otro lado, sufría viendo como los tres hijos
de su amigo Habib se peleaban por la herencia. Sabía que Habib estaba
orgulloso de ellos. Y sabía, además, que les había pedido que por encima
de todo, siguieran siendo hermanos.
Fue lo primero que les dijo al aparecer por su puerta.
—Basta ya, insensatos. ¿Es esta la forma que tenéis de honrar la memoria
de vuestro padre, peleando y discutiendo de manera abyecta? ¿Acaso no os
pidió que buscarais la flor de la felicidad siendo lo que siempre habéis
sido: hermanos?
—Aziz, Yaruk y Mesei bajaron los ojos al suelo, avergonzados.
—Nuestro padre también nos pidió que respetáramos su reparto, y es
imposible hacerlo —murmuró Aziz.
—¿Estáis seguros?
—De todo punto —aseguró Yaruk.
—Nadie en la tierra podría hacer esta división correctamente —lamentó Mesei.
—Entonces escuchadme bien —Sufir hizo que le miraran—. Yo tengo un
camello. Un sólo camello. Soy viejo, lo necesito, pero prefiero vuestra
paz a mi vida. Os he visto crecer y os quiero como hijos. Vuestro es mi
camello, y con él tendréis dieciocho para repartir. No entiendo de
números, pero oídme bien: si con este camello cesa vuestra disputa, seré
feliz.
Y tras decir estas palabras, el viejo Sufir dio media vuelta y salió de
la casa de sus vecinos.
Aziz, Yaruk y Mesei se sintieron muy mal. Estaban sudorosos, jadeantes,
despeinados, muertos de sueño, enfadados. Se miraron entre sí
comprendiendo hasta que punto habían comprometido su amor fraterno.
—¿De qué nos servirá tener un camello de más? —murmuró Mesei.
—Seguro que será más complicado que antes —rezongó Yaruk.
—Pero el viejo Sufir nos ha dado todo lo que tiene para que lo
arreglemos —suspiró Aziz.
Una persona les daba cuanto poseía para que ellos no se pelearan.
Eso les hizo reflexionar.
Comprender su materialismo.
—Veamos como saldría el reparto con dieciocho camellos —propuso Aziz. Y
dividió dieciocho por la mitad—. En mi caso… salen nueve camellos.
—Un tercio de dieciocho camellos —Yaruk calculó su parte—, son… seis
camellos.
Miraron a Mesei.
—Una novena parte de dieciocho camellos son… ¡dos camellos! —abrió los
ojos Mesei.
No podían creerlo. Ahora la división era perfecta, no había medio
camello ni casi camello ni un poco más de camello.
Nueve, seis y dos.
Perfecto.
Los tres hermanos suspiraron felices, tranquilos. La pesadilla había
terminado. Volvía a reinar la paz. Se abrazaron en medio de la casa,
riendo. La voluntad de su padre se había cumplido en todos los puntos.
Nueve camellos para Aziz, seis para Yaruk y dos para Mesei.
Entonces, los tres dejaron de reír al unísono.
Y se quedaron mirando perplejos.
—Esperad…
—Nueve, más seis, más dos…
—¡Suman diecisiete!
Así era. Justo los diecisiete camellos que tenían en el corral.
Ahora les sobraba uno.
¡Les sobraba el camello que Sufir les había dado generosamente!
Salieron fuera. El sol les dio de lleno. La tierra ocre del desierto que
se extendía más allá del pequeño pueblo rezumaba paz y calor. Una tierra
dura, pero hermosa. Su mundo.
El viejo Sufir estaba sentado a la puerta de su casa.
Aziz, Yaruk y Mesei caminaron hacia él, despacio. Sus cabezas eran un
cuenco de contradicciones. Creían entender… Pero estaban demasiado
impresionados para reaccionar. Se detuvieron delante de su vecino.
—¿Habéis hecho ya el reparto? —les preguntó.
—Sí —dijo Aziz—. Ya lo hemos hecho, y venimos a decirte que ahora nos
sobra un camello.
—Tú camello —corroboró Yaruk.
—Puesto que ya no precisamos de él, es justo que te sea devuelto —esbozó
una timida sonrisa Mesei.
Sufir también le acompañó sonriendo. En sus ojillos de anciano brilló
una luz de inteligencia.
—Sea —movió la cabeza una sóla vez de arriba abajo.
Aziz, Yaruk y Mesei regresaron a su casa y aquel mismo día procedieron a
repartir su herencia. No dejaron de pensar en ningún momento en lo a
punto que habían estado de pelearse, y en lo curiosa que había resultado
aquella experiencia numérica.
Tanto que…
—¿No creeréis que el viejo Sufir sabía…?
—No, es imposible.
—¿Casualidad?
—Tal vez.
—Todos contentos, con lo suyo. Nadie ha ganado ni ha perdido.
—¡Vaya con los diecisiete camellos!
—¡Alguien tiene que poner siempre un camello de más para que todos
seamos felices, esa es la cuestión!
—Pero, ¿quien pone el camello?
—¿Quien es tan generoso?
—¿Quien?
Durante años, Aziz, Yaruk y Mesei fueron buenos hermanos, buenas
personas, buenos vecinos, buenos hombres del desierto.
Nunca negaron ayuda a nadie.
Sabían lo importante que es, siempre, ofrecer algo para evitar una
guerra o hacer felices a los demás.
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